viernes, 16 de enero de 2009

Butantan (el Nido de Víboras)

Como les decía, el mundo de mi juventud era diferente. En ese mundo nací, viví, estudié y en la Facultad de Derecho conocí a Juan Carlos. Allí también, en la Facultad de Derecho, escuché a alguien hablar por primera vez del Ministerio de Relaciones Exteriores del Uruguay: uno de los profesores en una conversación entre clases, en el corredor, comentó que el entonces Ministro lo llamaba "Butantan". Nombre original que me llamó tanto la atención que quise saber qué significaba. Obviamente no podía acercarme y preguntarles así que tuve que ingeniarme. Entonces no existía Internet ni Wilkipedia pero si la Enciclopedia Británica en muchos volúmenes ordenados alfabéticamente. Soy insistente. Y con gran sorpresa después de varios intentos me enteré que era un lugar en Brasil, muy famoso, donde se criaban serpientes y se estudiaban antídotos para sus venenos. ¿Qué podía tener de común una oficina pública en Montevideo con un nido de víboras en Brasil? Nunca encontré la conexión. Ni entonces ni, años después, cuando conocí un poco más por dentro el Ministerio.

Aunque lo apoyé para aceptar y luego lo acompañé en todo, lo mejor que pude, debo reconocer que no me hizo feliz la decisión de Juan Carlos de aceptar la Subsecretaría. No me hizo feliz, ante todo porque temía por él: los tupamaros tenían secuestrados al Embajador del Reino Unido, sir Geoffrey Jackson, al Cónsul de Brasil, Aloysio Dias Gomide y otros extranjeros, además de uruguayos; hacía años que había atentados y bombas continuamente, al salir de la casa nadie podía estar seguro de volver a ella. Y lo peor era que Juan Carlos siguiendo la vocación de santidad que siempre fue leit motiv de su vida, decidió que sería él quien corriera los riesgos inherentes a su función porque, decía: "Nunca podría perdonarme que por cuidarme a mi un custodia fuera muerto o herido" de modo que nunca aceptó guardia ni custodia en la oficina ni en el auto ni en casa.

La actividad social que requería la función en sí misma, no fue nunca, ni antes ni durante ni después, prioridad para mi. Sí me encanta la gente y he tenido la gracia de Dios de conocer mucha gente maravillosa, admirable, ejemplos vivos de amor al prójimo. Algunos religiosos y otros no, pero todos con cualidades dignas de imitar y que he tratado de imitar. Personas con las que disfruto compartiendo valores y creciendo espiritualmente. Y así también ocurrió con el Ministerio. Por supuesto allí y fuera de allí también he conocido gente común y corriente sin nada especial, como yo, y también algunas pocas personas malas, como las hay en todos los grupos humanos sin excepción, incluso en la propia familia.

Cuando de la Dirección de Protocolo me preguntaron a cuáles de los múltiples eventos diplomáticos deseaba concurrir mi respuesta fue clara: solamente aquellos a los que fuera necesario en función del trabajo de mi esposo. Y ciertamente no a los tés de señoras. A pesar de que siempre me encantaron. Pero que descartaba hacía tiempo en razón de que 4 de los 5 chiquis iban a una escuela de doble horario y salían de casa en la mañana regresando recién a las 4 y media de la tarde. Por lo cual yo quería estar en casa a esa hora. La experiencia me había enseñado que era en ese momento, reunidos todos en torno a la mesa de la merienda de la tarde, que sentían el placer de compartir conmigo y entre ellos, con el mayor entusiasmo e interrumpiéndose unos a otros, los acontecimientos del día. Luego, ya era la hora de los deberes y se pasaba a esa etapa.

Por otra parte las circunstancias especiales que se vivían me impulsaban a querer estar con ellos todo el tiempo posible. Una anécdota que da idea del ambiente de esa época . Un día yendo al portón del garage donde los chicos que iban al British eran recogidos por el ómnibus del colegio, con el chofer y su respectiva acompañante, vi que los dos eran personas diferentes de las que venían habitualmente. Primero me sorprendí y luego, por supuesto, no los dejé subir: temí que fueran secuestradores. Llamé por teléfono a Juan Carlos que descalificó la idea diciendo: "En el Uruguay nadie puede pensar en secuestrar niños". Reconociendo la importancia de que no perdieran clases seguí su sugerencia y aunque aún con temor y angustia, los llevé en taxi.

El año antes- en 1970- habíamos vendido los dos autos para la compra de la casa de la Rambla 6699 donde vivíamos desde entonces y Juan Carlos no permitía que el auto oficial lo usara nadie más que él para el trabajo. En casa ya no tenía más ayuda que la de una señora que venía de lunes a viernes 4 horas en la mañana. Y éramos Juan Carlos y yo, los 5 pequeños, mi Papá después de fallecer Mamá y luego, al enviudar a su vez, la Mamá de Juan Carlos. ¿Le extraña a alguien que no tuviera demasiado tiempo para actividades sociales. Ni ganas. Y con motivo. Explicable quizás con esta otra anécdota.

El primer compromiso oficial al que concurrimos fue una cena en honor de Juan Carlos como Canciller Interino pues el Ministro estaba de viaje. Era en la Embajada de Gran Bretaña y, como se acostumbraba entonces, de smoking. La invitación la había cursado el segundo de la Embajada, Jim Henderson, Embajador también Interino a cargo de la misma, no por viaje del Embajador, sino porque éste estaba secuestrado por los tupamaros. Ya había bañado, dado de cenar y acostado a los niños. Y estaba vestida y maquillada esperando a Juan Carlos que había llegado a cambiarse de ropa. Cuando estábamos despidiéndonos de María, la mayor, en ese momento con sus 10 añitos, que quedaba a cargo de sus 4 hermanos menores, sin guardia, sin custodia y sola en la enorme casa, ya cerrando la puerta de calle, muy seria y compenetrada de su rol, dijo: "Ah, Mami, si vienen los tupamaros ¿qué hago?". Horrorizada ¡ni se me había ocurrido semejante cosa! entré diciendo: "Yo no voy nada, ve tu solo" a lo que Juan Carlos contestó que era impensable hacer semejante desaire nunca, pero mucho menos dadas las circunstancias. Con su característico sentido del deber, expresado tan claramente en el lema del colegio: Do what you ought, el cumpliendo del deber ante todo. Y a pesar del maquillaje corrido, lo acompañé. Hoy pienso que fui una gran inconsciente. Y gracias a Dios, no pasó nada. Pero fue uno de los tantos momentos amargos que pasamos, como la mayoría de los uruguayos, sin haber hecho nada para merecerlo. Y como ahora parece que nadie recuerda haberlos pasado.