domingo, 8 de marzo de 2009

Día 9 de abril de 1971. Viernes Santo ¿causalidad o azar?.

Ese Viernes Santo, 9 de abril del año 1971, se dio lo que yo considero, no una casualidad como es común pensar, sino una causalidad. Sin dejar de pensar que existe cierta dosis de azar, creo firmemente que en todo hay siempre una única causa: Dios. Esa causalidad entonces tuvo un gran impacto en nosotros, dando un giro imprevisible e inesperado a nuestra vida familiar: Juan Carlos aceptó la propuesta de acompañar, como Subsecretario, al recién nombrado Ministro de Relaciones Exteriores doctor José Antonio Mora Otero .

El flamante ministro era un brillante diplomático uruguayo cuya carrera culminó en Wahington, D.C., como Secretario General de la Unión Panamericana (luego Organización de los Estados Americanos). Al terminar el tiempo del cargo fue reelegido para un segundo período, lo que hizo que permaneciera en él el doble del tiempo habitual. Una vez terminado el cual, se retiró regresando a su país para disfrutar de un bien merecido descanso. Aunque éste tuvo que ser pospuesto de momento al ofrecerle la cartera el Presidente Pacheco Areco y él aceptarla. Mostró así su espíritu patriótico, ya que conllevaba por cierto un sacrificio personal: sufría de cáncer a los huesos, muy doloroso y como vivía en San José, no tenía casa en Montevideo de modo que para estar cerca de la Cancillería y del Presidente, tuvo que residir en un hotel, el Victoria Plaza, hoy Radisson.

Actualmente, con las comunicaciónes a las que estamos habituados, esto puede parecer extraño pero entonces no existía internet, no había computadoras y ni siquiera télex y las llamadas al interior se hacían por operadora y demoraban varias horas. Todo eso hacía impracticable su idea de vivir en su chacra de Libertad como lo había planeado con su esposa. Y además, estaba el hecho de ser tan mayor. Es gracioso que así me lo pareciera. Claro que entonces tenía 40 años menos, ahora ya no lo veo así: tenía más o menos la edad que tengo yo hoy.

Seguramente también pensó, como el Presidente al proponerle el cargo, que sus contactos con los líderes del mundo serían invalorables para el Uruguay, en especial en ese momento en que además de uruguayos, los tupamaros tenían en su poder secuestrados varios diplomáticos como el Embajador de Gran Bretaña, Geoffrey Jackson; el Cónsul de Brasil, Aloysio Dias Gomide; el experto internacional Agrónomo Claude Fly. En esas circunstancias las condiciones personales del Dr. Mora Otero, trabajador infatigable con una muy vasta experiencia en diplomacia y una mente lúcida y moderna unidas, además, al hecho de que sus relaciones personales con las personalidades de los países más adelantados le permitían levantar el teléfono y hablar directamente con los líderes mundiales. Evidentemente todo ello lo convertía en candidato ideal para ocupar el cargo.

Las relaciones exteriores, siempre importantes para los países menos poderosos, en ese momento eran claves para el Uruguay y, por lo tanto, resultaba esencial que al frente del Palacio Santos hubiera una persona con mayores condiciones aún que las requeridas en circunstancias normales para dirigir la diplomacia uruguaya. Los titulares de los diarios internacionales eran muy negativos respecto a nosotros, con una gran cobertura de los actos de violencia de los tupamaros. Hasta ese momento en el mundo nos llamaban la "Suiza de América", se referían a Montevideo como la "tacita de plata"y nos consideraban un oasis de civilización y de paz, muy diferente de otras sociedades en las que campeaba la violencia, a diferencia de nosotros. Aquí, gracias a Dios, nos era desconocida a los que no habíamos vivido en 1904 la última guerra civil.

A partir del lunes siguiente a ese Viernes Santo de 1971, en la mañana y después del desayuno con los chiquis, en vez de dirigirse a su trabajo en el ómnibus -desde 1953 Auxiliar 1º en el Edificio Estévez, sede de la Presidencia de la República y desde 1962 en la Oficina en Uruguay de la Organización de Estados Americanos- Juan Carlos lo hacía en el auto oficial del Ministerio, manejado por el chofer. Lo único que no cambió fue la hora de la partida: 7.30, que siguió siendo la misma. El regreso, tarde en la noche, cuando ya los chiquis habían cenado, estaban bañados y acostados, apenas a tiempo para escuchar algún comentario rápido respecto a lo más saliente del colegio y para darles el "besito de las buenas noches", al decir del Topo Gigio, dibujo animado muy en boga en ese tiempo.

Excepto, claro, en los días de fecha nacional de los países acreditados ante nuestro gobierno, cuando tenía que volver a bañarse y cambiarse de ropa para la recepción correspondiente. A la que concurría media hora antes de la fijada en la invitación para tratar durante esos 3o minutos los temas de interés para ambos países con el Embajador, quien luego los trasmitía a su Cancillería, y después se retiraba cuando empezaban a llegar los demás invitados. Ésos eran días de fiesta en casa: siempre se hacía un tiempo especial para los chiquis. Unos minutos en que jugaba -y ¡hasta bailaba!- con ellos el tema del momento. Recuerdo especialmente una canción sobre los pajaritos que requería especial agilidad para bailarla: había que levantarse, siempre agitando las manos a la vez que había que agacharse hasta quedar en cuclillas, y rápidamente recomenzar, levantándose de nuevo y repiténdolo varias veces. Reconozco que yo nunca tuve la habilidad necesaria para hacerlo, pero él y los chiquis eran expertos.

También regresaba a casa para asistir a las cenas en las Embajadas en que era de estilo vestir smoking los caballeros y traje largo las señoras. Aunque Juan Carlos no aceptaba más que una cena por mes eran momentos más distendidos, donde era posible la conversación, con tranquilidad en vez de intentar hablar en medio del ruido de la multitud que concurría a las recepciones. Agradecía a Dios casi no tener obligación de asistir, pese a que la contracara de no hacerlo era estudiar de memoria los nombres y la composición familiar de los diplomáticos acreditados ante nuestro gobierno para conocerlos un poco mejor al no tener un contacto habitual, sino apenas en contadas ocasiones como ya dije. Juan Carlos consideraba que para el trabajo no era conveniente trabar amistad con los diplomáticos ni con los funcionarios del Ministerio para no establecer diferencias entre ellos.