martes, 2 de diciembre de 2008

El mundo en que viví mi juventud

Como era común en la época de mi adolescencia y juventud, éstas trancurrieron principalmente en familia: con mis padres, abuelos, muchos tíos y primos. Por supuesto también con mis compañeros de colegio primero, luego de liceo, después de facultad y con los amigos de amigos, los empleados del registro de mi padre y las personas del servicio doméstico de las respectivas casas.


Todos compartíamos los mismos valores: honestidad, sinceridad, afecto, importancia máxima de la familia y sin duda el respeto al prójimo. La única diferencia que había entre unos y otros era la mayor o menor cantidad de dinero de que disponían. Ninguno era muy rico ni tampoco demasiado pobre. El abuelo de mi padre, vasco francés, llegó a Uruguay muy joven, como muchos de sus coterrános, era lechero y mi padre contaba que en las fiestas de Navidad y Año Nuevo festejaba descorchando en su casa una botella de Champagne francés, de su tierra. Sí era necesario hacer un esfuerzo para comprarla pero no provocaba el descalabro en el modesto presupuesto. Su hijo, mi abuelo, empezó también muy joven como cadete en un Registro, casa mayorista que importaba telas e hilos de coser desde Europa primero y luego de la guerra del 39, desde Estados Unidos, y los vendía a los comercios minoristas de plaza en toda la República. Luego de muchos años de esfuerzo fue "habilitado" en la firma y finalmente, uno de los dueños. A su muerte, mi tío, el único hermano de mi padre y mi padre -que había cursado varios años de Facultad de medicina y abandonado por surmenages recurrentes- siguieron el negocio en el que habían comenzaron también desde abajo, como sus antecesores. Así lo harían también más tarde mis primos varones y mi hermano. Las mujeres se suponía que, salvo caso de necesidad para la subsistencia de la familia, no debían trabajar "para no sacarle el trabajo a otra que realmente lo necesite".


Por parte de mi madre, eran 8 hermanos, 6 mujeres y 2 varones. Cuando sus padres perdieron todo su dinero en la quiebra del Banco Francés e Italiano a principios de siglo tuvieron que dejar la casa del Centro y fueron a vivir a la Unión. Mi abuelo obtuvo el cargo de Comisario -que mantuvo hasta su jubilación- siendo muy querido en el barrio. Vivían en la calle Asilo, en una casa antigua con lo que para nosotros era un gigantesco terreno, cuyo fondo llegaba hasta Cabrera, donde tenían gallineros, muchos frutales y criadero de conejos. ¡Qué placer trepar a los guayabos y ciruelos y comer allí, en el árbol, la fruta recién arrancada por uno mismo! Los mayores temían que al estar caliente pudiera causarnos problemas digestivos. Gracias a Dios nunca los tuvimos. Los primos disfrutábamos sábados y domingos en familia, con los abuelos y tías solteras y visitas varias, en especial una vecina de enfrente, muy querida, mayor, también soltera, que cruzaba en la mañana y pasaba el día allí. Para nosotros, otra abuela: Adela Horta. Y la empleada con retiro, Sofía, que cocinaba con una de mis tías las delicias más exquisitas y sabía curar la "culebrilla" pero ¡solamente a las personas a las que les tenía cariño, no a extraños porque "no soy bruja"!.


Ciertamente un mundo muy distinto del actual. Un mundo donde los mayores eran escuchados con respeto. La autoridad era obedecida sin discutirla. Las diferencias de opinión se hacían con base en razones y argumentos de cada parte, no con insultos ni palabras groseras. Había una sana ambición de mejorar, pero no odio, ni lucha de clases, ni envidia al que tenía más. El orgullo del trabajo -cualquiera que éste fuera- llevaba a tratar de hacerlo lo mejor posible. Y, siempre, la esperanza de que los hijos lograran ascender en la escala social gracias a la entonces excelente educación que recibían en la escuela pública. Y efectivamente así era. ¡Cuántos ministros, legisladores y hasta presidentes asistieron a ella! Juntos, los hijos de las familias más distinguidas y las más humildes, estudiaron y forjaron amistades que perduraron a lo largo del tiempo y contribuyeron a hacer a unos y a otros mejores, al comprender los problemas de los demás y por ende al ser más humanos y solidarios.


Un mundo en que la mayor vergüenza era el ser un "mal educado" y la falta de cortesía no era excusable. Si uno se equivocaba era normal reconocerlo y disculparse. Cuando una persona tropezaba en la calle inmediatamente varias manos se tendían para ayudarla. En los distintos barrios todos los vecinos se conocían y se saludaban y en las tardecitas de verano salían a la vereda y conversaban animadamente el farmaceútico, el almacenero, el médico, el abogado, el diputado, el senador, el ministro, el lechero y el carbonero. Las "matinés" de la tarde del sábado -de 14 a 18 horas, pese a su nombre incluían también la siguiente -"vermout"- de 18 a 20 por el mismo precio, de la que salíamos con los ojos llorosos y enrojecidos, felices, reunía a los hijos de todos. Igual que en las tardes de semana todos compartían los juegos, desde el más importante, por supuesto el fútbol hasta los menores, bolita, rayuela, payana. En el tranvía o en el ómnibus se saludaba al guarda y se daban las gracias al recibir el boleto. Costumbre que sigo manteniendo. Pienso que pedir por favor lo que se desea y dar las gracias cuando se recibe algo es parte de la calidad de vida, calidad de vida que en gran parte se ha perdido por desinterés por el prójimo.

¡Qué gran verdad en la oración del pobrecito de Asís, San Francisco!


"Oh, Señor, haz de mi un instrumento de tu paz:
Donde hay odio, que yo lleve el Amor.
Donde hay ofensa, que yo lleve el Perdón.
Donde hay discordia, que yo lleve la Unión.
Donde hay duda, que yo lleve la Fe.
Donde hay error, que yo lleve la Verdad.
Donde hay desesperación, que yo lleve la Esperanza.
Donde hay tristeza, que yo lleve Alegría.
Donde hay tinieblas, que yo lleve la Luz.


Oh Maestro, haced que yo no busque tanto:

A ser consolado, sino a consolar.

A ser comprendido, sino a comprender.
A ser amado, sino a amar.

Porque:


Es: dando, que se recibe;

Perdonando, que se es perdonado;
Muriendo, que se resucita a la Vida Eterna."



En ese mundo, con esos valores, crecí, estudié y llegué a la Facultad de Derecho. Conocí a Juan Carlos. Y escuché por primera vez hablar del "Ministerio de Relaciones Exteriores".

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